viernes, 4 de julio de 2008



¿CASUALIDADES?
Nos gusta etiquetar de casualidad a todo aquello que nos resulta atípico, sorprendente y demasiado fácil o coincidente. Particularmente no creo en las casualidades. Creo en las causalidades. Creo que Dios nos ayuda hasta extremos que no podríamos sospechar porque no nos parece que él tenga que estar metido en cosas demasiado cotidianas en nuestras vidas. En el fondo, nuestro racionalismo nos ha devuelto un Dios muy medieval que aunque es todo lo contrario en genio y talante al de ese tiempo, es igual de distante respecto a nuestras pequeñas cosas. Es para pensarlo un poco.
Lo que os voy a contar forma parte de mi colección de situaciones curiosas, raras, espectaculares e infrecuentes que llamamos casualidades pero que yo atribuyo directamente a Dios.
Estaba en contacto con un joven que estaba en la cárcel. Régimen abierto, de vez en cuando tenía libre como para poder visitar a su familia, menos que más, según las ganas de su pobre madre, ella miembro de la iglesia adventista. Nos habíamos visto una vez en su casa cuando él estaba de permiso. Después le había escrito una carta lo más afectuosa y espiritual que al Señor le fue posible inspirarme, dadas mis limitaciones y el hándicap que supone comunicarse con alguien que vive privado de libertad.
Habíamos hablado de poder vernos en el próximo permiso que tuviera. Esto después de haber recibido mi carta y haberme escrito él otra. La comunicación fue buena, sincera, fluida, fácil. Habíamos conectado. Por fin se dio la ocasión después de unos cuantos meses de espera y de una visita que se había producido en el ínterin, pero de manera fugaz. Ocupado él en otros menesteres y yo en la atención de la otra iglesia que estaba pastoreando en ese momento. No pudimos coincidir. Ahora se presentaba una buena ocasión. Ese fin de semana estaría en la iglesia ubicada en la ciudad en la que yo vivía, y él quería dedicarse, más o menos a tiempo completo a su familia en esta ocasión.
Quedamos un viernes a las seis de la tarde. A las siete tenía consejo y su casa estaba cerca de la iglesia así que calculé que 45 minutos podrían ser muy fructuosos con la ayuda del cielo.
De mi casa a la suya, o un poco más y a la iglesia, no había mucha distancia, pero sí la suficiente como para pasarse cerca de media hora larga andando. Como calculaba que siempre salía tarde de la iglesia por la noche cogí el coche para dirigirme hacia su casa. Salí con tiempo. Cuando voy sólo suelo ser puntual. Eran las cinco de la tarde. Pensé que era un exagerado al salir tan temprano. Pero mi pensamiento, creí entonces, me dijo: “mejor así, conviene no confiarse y mejor que esperes tú que él. Si llegas antes puedes dedicarle un buen rato a su madre que siempre está necesitada de un poquito de afecto y una oración cariñosa”. Total desde mi casa a la suya en coche no iba a tardar más de diez minutos.
Cuando enfilo la calle de atrás de mi casa para dirigirme al casco antiguo, él vive cerca del ayuntamiento en plena zona histórica, me encuentro una caravana de coches hasta donde me alcanza la vista, en una calle que era recta hasta el desvío. Me digo, “bueno, no pasa nada, será cosa de unos minutillos. Aquí nunca hay atascos de este tipo.” Pasa el tiempo y empiezo a preocuparme. Un tramo que hubiese recorrido en dos minutos se me convierte en una peregrinación de cuarenta… Por fin voy llegando a la calle que lleva al centro a la espera de poder tomar el desvío por una callejuela hacia al ayuntamiento. Todo parado. “Habrá habido algún accidente, estarán de obras, pero qué raro porque ha estado toda la semana bien…” En fin, ya sabéis ese tipo de cosas en las que se piensa habitualmente para encontrar una razón a una tardanza tan inusual.
¡Tardo quince minutos más en llegar a la dichosa callejuela que también está a tope! No puedo dejar de describir la angustia que me recorre el cuerpo pensando que con lo exageradamente temprano que he salido aún voy a llegar tarde. “¡Mira que con lo temprano que he salido! ¡Madre mía, pero si con lo que cuesta aparcar normalmente voy a encontrar todo imposible!
La callecita me lleva a la plaza del ayuntamiento. ¡A tope! Ahí me pego media hora más y desde ese punto perdí la cuenta del tiempo. Me enfadé. Los nervios me comían. Pasaban las seis y mi amigo me estaría esperando. No llevaba teléfono al que llamar. Todo se conjuraba en contra. Le digo a Dios: “¡Señor, pero si estoy haciendo tu obra! ¡Pero si quiero visitar a una persona a la que quiero hablar de ti! ¡Pero si llevamos tanto tiempo planificando este momento! ¡Lo vamos a perder! ¡Me esperará en balde! ¡Se irá!” Estoy sudando, las manos mojadas y la frente empañada. Entonces…, mi pensamiento…, o una voz clara me dice: “Precisamente, estás trabajando para Dios. Ten confianza.” Nada más, sin más razonamientos. Ese pensamiento se detiene aquí y es como si yo volviera a tomar las riendas de mi cabeza y me digo a mi mismo que es verdad que debo confiar en el Señor y que respire hondo. Es lo que hago a continuación. Un poco más calmado y como después de haber recibido una reprimenda, trato de controlar mi pensamiento y mostrarme confiado.
La vuelta a la plaza en busca de sitio para aparcar es lenta de morirse, agónica, hasta parece que mi propio pensamiento está puesto a 45 revoluciones. Doy media vuelta a la plaza viendo como algún sitio para aparcar desaparece entre la marabunta de coches que buscan lo mismo que yo. ¡Nerviooos! Ya me está entrando el descontrol otra vez pero el eco de la orden: “Ten confianza”. Todavía resuena en mi mente. Pienso en tomar la calle que sigue enfrente desde la plaza hasta un aparcamiento que puedo encontrar a unos cien metros. No os podéis imaginar el tiempo que ha ido pasando entretanto. Parece cosa de una peli de Shyamalan. Surrealismo total. Son las seis y cincuenta minutos. Dentro de nada tengo que estar en la iglesia para el consejo ¿Os lo podéis creer? Hay que vivirlo, de verdad. Cuando voy a paso de tortuga milenaria con mil kilos a la espalda enfilando la calle dichosa para ir hacia el parking, un rayo de catastrofismo cruza mi oscurecida mente: “Se habrá ido. Se habrá cansado de esperar…, qué rabia, tanto tiempo invertido para nada…” Entonces otro pensamiento, otra voz, que no se corresponde con mi estado mental natural en ese momento, me dice: “¿Te imaginas que ves a ‘X’ venir desde esta misma calle frente a ti?” Me río de este pensamiento y me quedo blanco como si hubiese vistió un fantasma y se me va la respiración cuando lo veo aparecer frente a mí. Es un shock impresionante. Le pito y llamo su atención. Él me reconoce, bajo el cristal del acompañante y le digo, “¡Aparco allí sobre aquella acera y hablamos un momento!” “¡Vale, vale!” Y me sigue. Es increíble pero por fin el acceso a ese aparcamiento y el paso por la calle que me lleva a él se me hacen fáciles. No hay casi coches. La calle es estrecha y por eso enfilo hacia la acera del parking para poder parar y hablar con él. Paro, salgo y nos damos un abrazo. Se disculpa corriendo por, atentos: “No haber estado en casa”… En ese momento mi mente bulle. “No ha estado. Hubiese ido para nada. Hubiese esperado todo el rato posible pero seguro que después de cuarenta minutos, que es lo que hubiese podido esperar con margen para marchar y llegar aparcando cerca de la iglesia para el consejo, me hubiese marchado. El Señor me ha dirigido para encontrarme con él ni un segundo antes ni uno después. No era mi pensamiento. Dios me hablaba. O mi ángel de la guarda en su nombre. No sé. El encuentro fue tan certero como una saeta que da en el blanco desde una larga distancia. Yo temblaba y sentía ganas de llorar.” Otro pensamiento me dice: “cuéntaselo exactamente tal como lo has vivido, es lo que necesita oír”. Así que le digo: “Fulanito, no puedes hacerte una idea de cómo te ama Dios. ¿Sabes qué me ha pasado? Se lo cuento todo con pelos y señales, acabo jadeando y asegurándole que Dios ha dado mucha importancia a este encuentro y las cosas han ido así para que su corazón quedara afectado.” A mitad del relato, quiero deciros, él ya estaba llorando. Oré con él desde la intensidad de las emociones vividas y la absoluta seguridad de que Dios me había dirigido en cada paso y a cada minuto. Terminamos abrazados. Él no sabía cómo darme las gracias. Yo todavía estaba pisando las nubes y con una extraña sensación de estar en este mundo pero conectado a otra realidad.
Llegué con un pelín de retraso al consejo pero no fue nada comparado con el retraso de otros. Impresionado. Emocionado. Había aprendido una gran lección sobre la fe y la manera como Dios dirige nuestras vidas. Yo pensaba que 45 minutos serían buenos para una conversación que tocara su corazón para presentarle a Jesús y sólo tuvimos cinco minutos escasos. Aprendí también una gran lección sobre la confianza que debemos depositar en él y sobre su real y palpable presencia en nuestro servicio a su causa. Saca las conclusiones que quieras. Para mí, el tema está muy claro. Piénsalo. Dios puede estar tan cerca de ti que te sorprendería.