martes, 8 de abril de 2008

NICOLASA LA GRANDE



Este texto es casi un pequeño homenaje a una pequeñita mujer, pero grande de espíritu. Una persona, para mí muy querida, la ancianita Nicolasa, colombiana, para más señas. Recuerdo con emoción cómo me contaba que de bien joven enviudó con la responsabilidad de mantener a su cargo la enorme prole que había engendrado con su difunto esposo. Para nuestra sociedad europea, casi de hijos únicos y de familias cada vez más monoparentales, una familia de seis, siete o diez hijos nos parece extraño, sin embargo para ese entorno y esa época era lo más normal. Como en la vieja España: “Hijos, los que vengan.” No se acostumbraba a poner remedio ni control por otras razones más que ahora no vienen al caso
Esta buena mujer, creyente hasta la médula y valiente como pocas, vivió experiencias extraordinarias que me contaba cada vez que iba a visitarla. Siempre me parecía que en aquellas visitas el mayor beneficiado era yo. Me contaba historias increíbles, cuando le leía algún texto de la Palabra de Dios, ella se lo sabía de memoria, siempre me decía que oraba por mí…, yo sentía que el Señor me enviaba allí para crecer… Su enorme y sencilla fe me tenía cautivado. Vivía en un pisito muy humilde. Todo en ella lo era, su vida, sus costumbres, su propia manera de entender el mundo y las relaciones.
A pesar de eso era una mujer valerosa y había atesorado a lo largo de sus setenta y tantos años, cuando yo la conocí y atendí durante mis cuatro años de pastor en Igualada, unas vivencias fuera de lo común.
Una de las más espectaculares fue la que me contó en relación con la Guerrilla. Este no es un espacio para la crítica a políticos ni a partidos, por eso sólo me limitaré a contar lo que Nicolasa me relató. Ella era una viuda reciente y joven. Sus hijos madrugaban desde el mayor hasta el más pequeño para atender distintos trabajos en el campo y otras tareas. Trabajaban duro para sobrevivir, a pesar de que vivían en una pequeñita hacienda que había heredado. De camino a su lugar de destino tenían la costumbre de pasar por la cantina. Allí el cantinero les informó que los de la Guerrilla habían dicho que pasarían a saquear su hacienda aquella misma noche. No entraremos en detalles pero cuando he contado esta historia una vez, una hermana colombiana me dijo que la Guerrilla no hacía esas cosas. Lo cierto es que hay testimonios abundantes de que esto ha sucedido más de una vez. En aquel momento, en aquella región, tenían costumbre de tomar por la fuerza lo que los aldeanos, no daban de buena gana para el mantenimiento de la causa. Los hijos fueron a trabajar y una vez terminado el día, allí la gente se toma la vida con tranquilidad, y una vez de regreso a casa, le informaron a Nicolasa de la situación.
Cuando Nicolasa me contaba esta historia, estaba en casa viviendo su hijo pequeño Abimael, que ya era un hombretón, por supuesto, cuando yo los conocí. Él corroboró cada detalle. Nicolasa les dijo a sus hijos que los ángeles del Señor serían enviados para protegerlos. Yo pensé: “¡Qué valiente! ¡Mira que si después pasa una desgracia! ¡En qué queda la fe en Dios ante aquellos hijos!” Para mí, persona racional, europea y poco dada a las aventuras, aquella declaración era no sólo atrevida y arriesgada, sino peligrosa por las consecuencias negativas que podían tener en su experiencia religiosa si las cosas iban mal. Mientras pensaba todo esto a gran velocidad Nicolasa me seguía contando: “Les dije a mis hijos que estaríamos orando toda la noche.” Así lo hicieron. Uno tras otro. Terminaba uno y empezaba el otro y así toda la noche. Me llamó la atención que Nicolasa pidió a sus hijos que se echaran en el suelo debajo de la mesa del comedor. Fue un detalle inteligente. Oraba, tenía fe, pero no corrió riesgos innecesarios. Lo primero que hacían al llegar para saquear a los no colaboradores era disparar una abundante ráfaga de metralla a media altura. Todo el que estuviera de pie o sentado quedaba fulminado. Esto me hizo pensar que mientras ella pedía al Señor protección, trató de poner de su parte para no tentar al diablo más de lo necesario.
Claro, a estas alturas estaréis preguntándoos qué pasó… Pues no pasó nada. Todavía de madrugada, cuando aún no había salido el sol retomaron su vida normal, un poco muertos de sueño, pero satisfechos de que el Señor los había librado de una muerte segura.
Nicolasa tuvo que esperar hasta el nuevo atardecer, a la vuelta del trabajo de sus hijos, para recibir un sorprendente informe que había mantenido en estado de excitación a sus hijos durante todo el día.
Cuando llegaron le contaron que en la cantina los de la Guerrilla habían estado hablando de lo acaecido durante esa noche de oración. El cantinero les preguntó: ¿”Pero a quién conocen ustedes que pudo protegerlos de esa manera?” Habían cercado la hacienda, habían estado allí, pero no se atrevieron a mover ningún arma en su contra porque estaba protegida por un batallón de aguerridos soldados que la rodeaban. En guardia, armados hasta los dientes y en permanente estado de vigilia… Pone la piel de gallina ¿verdad? Cuando Nicolasa oyó este relato les dijo a sus hijos: “Ven queridos. El Señor mandó a sus ángeles poderosos para guardar nuestras vidas”. Así lo testimoniaron sus hijos. Pudieron dar un fuerte e impresionante testimonio a todo el que tuvo el privilegio de escucharlos porque hablaron de Dios y de sus ángeles enviados.
Yo casi lloraba cuando escuché este relato, porque acto seguido la noble y bondadosa ancianita me hizo un corto pero sentido discurso sobre cómo el Señor guarda a sus hijos si acuden a él en oración. Quedé profundamente impresionado. No podía dejar de pensar en la fe de aquella mujer. En cómo Dios se adapta perfectamente a cada persona y cómo este tipo de cosas es más frecuente entre la gente que cree sencillamente en las promesas de Dios. Pensé en mi propia incapacidad para creer esas mismas promesas con aquella confianza tan infantil, pero a la vez tan eficaz, en manos de Nicolasa.
¿Tenía más fe ella que yo? A veces me sentía desanimado pensando en estas cosas. Lo cierto es que el Señor me ha dado suficientes evidencias de su presencia y amor en mi propia vida y, también ha tenido la amabilidad, sabiduría y misericordia de adaptarse a este pobre europeo, más racional y menos atrevido que aquella increíble ancianita a la que llegué a querer con tanta ternura.
Tengo que confesaros que desde aquellos años empecé, como nunca antes, a percibir y a captar cosas a mí alrededor, que no había sabido, podido, o querido ver. Para mí la fe de Nicolasa fue un llamado, un reto, una provocación. Empecé a pedirle al Señor que me quitara la venda de los ojos porque seguramente me estaba perdiendo algo y no estaba interpretando correctamente las señales que Dios me estaba enviando. Algún otro día os contaré como mi ministerio empezó a cambiar desde aquel entonces. Fue un proceso gradual, pero hoy puedo contar mis propias experiencias curiosas, increíbles o extrañas a las que puedo dar una explicación porque veo al Señor detrás de cada una de ellas. Pero esa, es otra historia…