domingo, 27 de abril de 2014

ÁNGEL GUARDIÁN

Hola Carlos, te dejo esta experiencia que he tenido hace unos 4-5 años. Cuando pienso en ella no puedo evitar volver a sobrecogerme: para mí es como un recordatorio, a los largo de los días y de los años, del amor que el Señor tiene por nosotr@s. Espero que pueda ser útil para quien lo necesite.

Me encontraba en la zona de Cartagena, cerca de la Avenida de América, en Madrid capital. Era una tarde-noche de verano muy agradable: había habido una puesta de sol maravillosa; más tarde, y pese a la contaminación lumínica, pude vislumbrar algunas estrellas. Caminaba, de regreso a casa desde el trabajo, hablando con el Señor en ese tipo de conversación íntima que no se puede reproducir.

Me acercaba al paso de peatones que hay a la altura del metro Cartagena y que cruza la Avenida de América. La calle tiene dos carriles por cada sentido: por lo tanto, el paso de peatones tiene también una pequeña lengua de acera, dónde uno puede parar en el caso de que no le dé tiempo a cruzar los cuatro carriles de la vía.

Comenzando a cruzar la calle, los primeros dos carriles, estando el semáforo de los peatones en verde, el Señor me ordena: "¡Para en medio, no cruces!"
Yo, desconfiada y con prisas, replico: "¡Pero, Señor, si paro, perderé el bus y llegaré tarde a casa; tendré que esperar mucho más. ¡Ya sabes! Mejor no paro..."
Y me dispongo a cruzar los dos siguientes carriles, estando todavía en verde el semáforo para peatones. En ese instante, teniendo aún el pie en el aire (no había terminado de dar el paso), me siento agarrada por los hombros y echada hacia atrás. A la vez, siento como si un brazo se me cruzara por delante, a la altura de los hombros, impidiéndome seguir. En ese preciso instante, si mi pie llega a tocar el suelo, habría sido embestida por un coche que se había saltado su semáforo; por la fuerza del impacto habría acabado en el subterráneo por donde pasan coches incesantemente... No quiero pensar qué podría haberme pasado...

Me sentí acompañada, pese a que no había nadie, nadie visible a mis ojos... ¡Estaba estupefacta! El par de peatones que había cerca de mí me miraban con asombro, dándose cuenta ellos también de lo que podría haber sucedido...

Lo único que pude articular fue: ¡Gracias, Señor, por salvarme la vida! No sé por qué lo has hecho, pero ¡gracias!" No pude reprimir las lágrimas.

¡No sé por qué el Señor intervino en mi caso! ¡No sé por qué no interviene en otros casos! Lo que sí sé es que el instante en que cerremos los ojos en este mundo para volver a abrirlos para la eternidad puede ser cualquiera. ¡Cuán importante es que lo tengamos presente: cuán importante es que estemos "preparados" para encontrarnos con nuestro Señor! ¡Cuán importante es que caminemos cada momento a Su lado, cogidos de Su mano, obedeciendo Su voz! ¡Qué pena que tan a menudo se nos olvide y gracias al Señor que nos lo recuerda constantemente!

María Staicu.