miércoles, 30 de marzo de 2011

LA CAÍDA



Extracto de una historia publicada en la revista Guidepost. 1993

Un alumno del Instituto Militar de Virginia, de tercer año, decidió ir a escalar unos peñascos cercanos un domingo por la tarde, en un día agradable del mes de septiembre.
Los elegidos tenían alrededor de unos cuarenta metros de altura, frente al río Maury. Prepararon el material de escalada y eligieron un lugar a unos treinta metros por debajo de la punta del peñasco preferido. Aparejaron una línea de seguridad por uno de los lados que daban a la cumbre.

En su inconsciencia y orgullo juvenil  nuestro joven protagonista, Charles, pensó comportarse como un “machote”… Dejó la cuerda de seguridad, cruzó al área de descenso y empezó a subir en solitario sin ayuda humana ni material alguno. Nos cuenta que la posibilidad de una caída ni siquiera pasó por su mente una sola vez. Es parte del encanto y el peligro de ser joven. Todo funcionará bien, no hay problema, yo controlo, no me va a pasar a mí… En el lado más positivo, es gracias a ese arrojo un tanto descarado como se consiguen  muchas cosas en la vida, en una época tan delicada, que no se lograrían en otra. Todo es posible, no obstante: Ser  más reflexivo cuando se es joven y conseguir retos imposibles cuando se es adulto.

Sigamos con Charles. El ascenso fue lento, sabía moverse y dónde poner un pie a la par que agarrarse con seguridad. A una distancia de 150 metros de la cumbre le ocurrió algo inesperado. Estaba buscando un hueco donde ubicar su agarre manual cuando el pequeño borde donde apoyaba los pies se soltó y quedó suspendido de una sola mano. En su desespero buscó un sitio al que sujetarse con la mano que le quedaba libre y en pleno forcejeo la roca donde estaba sujeto se rompió y sintió como empezaba a caer.

La impresión y el pánico fueron terribles y empezó a perder el sentido. Pero justo un momento antes de perder la consciencia le pareció sentir una mano que sujetaba su brazo. Finalmente se desmayó.

Al despertar se dio cuenta de que habían pasado entre cinco y diez minutos. Lentamente empezó a darse cuenta de lo que había sucedido. Asombrosamente estaba sentado en un borde con la espalda hacia el peñasco a menos de seis metros sobre el río. Su pierna derecha estaba doblada de forma dolorosa bajo su cuerpo y se descubrió cubierto de rasguños, pero no tenía nada más… Nada. Volteó la aveza para reconocer el lugar y vio el sitio desde el que había caído. Era nada menos que un salto de más de treinta metros. Su cuerpo no solamente había virado de una posición en la que habría caído al suelo de espalda, sino que se había desplazado unos cinco metros en diagonal a lo largo del peñasco para venir a dar a aquel pequeño borde y en esa posición tan curiosa.

Se dio cuenta entonces de que sus amigos no paraban de gritar su nombre. Despacio y con mucho cuidado se movió hacia el área de descenso, se sujetó a la cuerda de seguridad y bajó hasta donde estaban sus sorprendidos y asustados compañeros.

Sus amigos se quedaron más boquiabiertos aún cuando les contó su peripecia en el descenso mortal. Ninguno de ellos pudo encontrar una explicación lógica a aquel salvamento tan digno de una mesa de billar… Pero Charles lo tuvo claro. Fue criado en un hogar cristiano y la seguridad de la presencia de los ángeles siempre le acompañó. Esa memorable tarde  de domingo conoció el tacto firme, amoroso y salvador de su propio ángel de la guarda.

Nunca ha dejado de dar gracias a Dios por ese día que marcó su vida.




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